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Besar a través de un cristal.

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 3 sept
  • 2 Min. de lectura

Donde yo crecí, las costumbres se sientan a la mesa, se acuestan en la cama y a veces ocupan el lugar del amante antes de que exista. Por eso creemos estar acompañados, pero solo abrazamos a la rutina disfrazándola de cariño.

Ese mismo mecanismo explica el apego evitativo, ese péndulo que no descansa: querer sin querer, acercarse y huir, amar desde el guión aprendido más que desde la piel. Como besar a través de un cristal, el gesto está, pero sin calor, solo una huella de vaho.

Se desea el vínculo en la distancia, se anhela la intimidad, pero sin el vértigo real de estar dentro del beso.

Se desea desde la distancia, se necesita con el freno puesto, se ama desde lo aprendido. Todos son emociones enlatadas, como las conservas de pescado que le echamos a las ensaladas.

Nadar y guardar la ropa, se dice de toda la vida.

Lo curioso es que este patrón no es propiedad de los amores. Está también en nuestros hábitos: comemos la calma que nunca llega, bebemos la tregua que nunca dura, encendemos pantallas que no iluminan de verdad. Y repetimos porque nos resulta familiar. Nos duele, pero es una herida conocida, y lo conocido siempre parece más seguro que lo incierto...

Kierkegaard habla de esta paradoja como un disfraz del miedo, la usamos para sentirnos seguros, aunque en cada repetición la vida real se nos escape. Heidegger lo llamaba vivir en el "uno", actuar como todos actúan sin habitarnos de verdad. Y Freud vio que en la compulsión a la repetición está la prueba de que el inconsciente busca consuelo en lo que ya conoce aunque nos destruya.


El apego evitativo no es otro que la compulsión trasladada al amor, al deseo, a la comida e incluso a las necesidades fisioligicas: nos aferramos a la estructura del vínculo, a los ritos, a la inercia de "seguir estando", pero evitamos la vulnerabilidad del presente, donde ocurre lo verdadero. La emoción viva siempre es riesgo.


Pero así es también nuestro apego a las personas. Amamos la costumbre, amamos el recuerdo romantizado de aquello que fue de muchas maneras y elegimos quedarnos con la versión dulce, siempre. Pero amamos fantasmas, porque ese amor no habita en la emoción presente, es la inercia del pasado, la seguridad de la puta costumbre. La silueta está, incluso la sensación, pero el alma ya no...

Amar desde la costumbre es dormir con un fantasma.

Lo difícil está en reconocerlo, cuando sientas en la misma mesa a la consciencia, cuestionarnos irremediablemente sobre el miedo. La costumbre ancla más que el amor, pero el verdadero, que desordena, que arriesga, solo existe en la carne y en la piel, donde no hay guión ni edición, solo temblor en vivo.

 
 
 

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