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El deseo está antes.

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 15 ago
  • 2 Min. de lectura

Hay un instante invisible, casi secreto, donde el deseo vive con más intensidad que en ninguna otra parte: antes. No durante, no después, sino antes. Ese momento en que la mente se enciende y el cuerpo se prepara como si la vida entera dependiera de un gesto que todavía no hemos hecho.


La neurociencia lo sabe: la dopamina —ese neurotransmisor que confundimos con la felicidad— se libera en mayor cantidad cuando anticipamos algo que anhelamos que cuando lo tenemos. El cerebro no premia tanto el disfrute como la promesa de él. Es un químico impaciente, un poeta que vive de futuros posibles. Y en eso, quizá, no somos tan distintos de los personajes de una novela que nunca llegan a tocarse, pero cuya tensión llena páginas enteras.


El “antes” es la estación más fértil de la imaginación. Allí no hay defectos, no hay accidentes, no hay realidad que contradiga la proyección. La cita soñada aún no conoce el peso de las palabras incómodas. El viaje ideal todavía no ha sufrido retrasos. El beso esperado sigue intacto, suspendido en la perfección de lo inminente.


Por eso el deseo es, en esencia, un relato que nos contamos a nosotros mismos. El objeto de ese deseo es apenas la excusa para que la lírica del cerebro se active. Queremos más la idea que lo deseado, más la proyección que la experiencia. Y cuando llega el momento, por más hermoso que sea, la realidad se encarga de devolvernos a la mesura.


El “antes” es un lugar donde no existe la gravedad. Donde cada posibilidad flota intacta. Es ahí donde se escriben las cartas que no se envían, donde se componen canciones sin final, donde se ama sin contradicciones. Es el espacio donde la mente y el corazón colaboran para fabricar una historia que nadie más que uno mismo puede habitar.


El reto, quizás, está en reconciliarnos con esa naturaleza anticipatoria del deseo. No verlo como un fraude, sino como la parte más humana del proceso. Saber que, aunque el clímax dure menos de lo que soñamos, la verdadera poesía ya ocurrió antes, en ese escenario mental donde todo era perfecto. O, incluso, quedarnos justo ahí: en el sueño.


Porque, al final, el deseo siempre estuvo en antes. Y ese antes, aunque se esfume en cuanto el hecho sucede, nos recuerda que la felicidad a veces es un ensayo general que no necesita función.


Ar Domínguez

 
 
 

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