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La sombra

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 6 ago
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 11 ago

Dicen de mi que camino en las madrugadas conversando con alguien invisible, que a veces escribo cartas que nunca envío, y que guardo espejos cubiertos en todas las habitaciones, sobre todo en el baño. No vivo solo. “Tengo un inquilino adentro. un huésped que a veces se pone mi cara y piensa por mí cuando no estoy mirando.”


El primer verano que viví en esta casa que nadie anotó en los almanaques, llegué todavía con fe a estudiar la estructura lingüística del deseo. Pero terminé pelando pomelos y oyendo historias que no cabían en ningún tratado.


Una noche, mientras las ventanas escupían aire caliente, escuché: —¿Sabes por qué los espejos te dan miedo? Porque ahí a veces aparece él. No soy yo, ni es un demonio. Es el que sueña cuando yo no tengo sueño. El que me hace desear lo que prometo no querer. Ese que se sienta en la mesa sin cubiertos.


Lo miré. Era el tipo de frase que un heideggeriano podría disfrutar con un cafecito humeante, pero que con ese calor, y en esa casa donde los objetos cambiaban de sitio sin aviso, sonaba más a advertencia que a metáfora.


"El colega" hablaba del inconsciente no como un concepto clínico, sino como un ser. Una entidad poética y escurridiza que vive adentro como un animal mitológico. No negaba su raíz freudiana, pero lo desbordaba: “No es solo represión —me decía—. Es creación. Es un dios pequeño que no habla con palabras, pero escribe con gestos, con sueños. Es el poeta que no ha firmado aun el poema de tu vida”.


Los días eran espesos, y en la bruma empecé a sentirlo. Ese huésped. Ese extraño en mi pecho que dejaba notas en la nevera con mi caligrafía pero con ideas que yo no recordaba haber pensado, sin razón aparente.


Es que el inconsciente, como decía Jung, no es solo el sótano del yo, sino un jardín oscuro donde florecen arquetipos, memorias heredadas, impulsos que preceden el lenguaje. Un lugar donde el yo se desdibuja, donde la identidad se fractura como vidrio templado. Es el otro en uno. El extranjero íntimo. Y sin embargo, sin él, no hay obra de arte. Ni amor. Ni metáfora.


La filosofía clásica trató de mantenerlo a raya. Platón lo intuyó pero lo dejó en la caverna. Descartes lo borró con su racionalismo. Pero Kant, sin querer, lo convocó al decir que el “yo pienso” debe poder acompañar todas mis representaciones… aunque muchas no lo hacen. Y ahí entra: el pensamiento que no obedece, la imagen que no cuadra, el deseo que traiciona al deber. El inconsciente es un muro sin mapa entre la razón y lo sagrado.


En otoño compré un marco "vacío”, porque ya se quién lo va a habitar cuando lo mire demasiado.


Ahora entiendo que el inconsciente no es un fallo, ni un lugar, ni siquiera una paradoja. Es un sistema poético que organiza el caos de lo humano. Un lenguaje sin gramática que, sin embargo, nos escribe desde dentro. Es el narrador que habla cuando estamos callados.


Es, como diría Pessoa, ese otro que nos acompaña “sin estar nunca del todo en casa”.

O como ese huésped que cocina mientras tú duermes… y a veces te sirve un plato que no pediste, pero que ya tiene tu nombre.


Ar Domínguez

 
 
 

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