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Defecto de forma

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 13 sept
  • 3 Min. de lectura

Hay pelis que adoré en mi adolescencia y que hoy no puedo terminar sin sentir indignación. Libros que me emocionaron y que ahora me resultan ridículos. Frases que antes citaba con devoción y que ahora me parecen peligrosas.


Durante mucho tiempo pensé que era el paso del tiempo quien estropeaba las cosas. Que era el mundo el que cambiaba y dejaba atrás las obras. Hoy creo que hay cosas que no envejecen mal: simplemente envejecen como eran. Y somos nosotros quienes aprendemos a mirar…


Y sí, cuando uno vuelve a ver ciertos títulos o a leer clásicos, aparecen discursos que directamente incomodan: chistes, estereotipos y dinámicas que ya no romantizaria ni Meg Ryan.


Pero ES QUE esas violencias no surgieron con el tiempo. Siempre estuvieron ahí. El tiempo no las creó: simplemente las desnudó.


No es que el arte cambie. Es que gracias a la evolución nosotros cambiamos. Y, de pronto, algo dentro de nosotros ya no puede hacer la vista gorda. Y eso que antes era habitual, se revela como lo que ya era: problemático, injusto, superficial o vacío. Aunque siga siendo “habitual”.


Pero… envejecer mal… ¿solo le pasa al arte? Si me conoces ya llevarás leyendo entre líneas hasta ahora.


Nuestra sociedad, con sus filtros y su culto al colágeno, al retinol y varias cosas más, ve la vejez como un error a corregir. Cada arruga se convierte en una amenaza. Cada signo de madurez, en algo que hay que borrar, en rostros que se transforman, que se tensan, que pierden expresión buscando una juventud eterna que, al final, es solo disfraz, una máscara más.


(*disclaimer) Respeto profundamente las decisiones de cada persona sobre su vida y sus cuerpos.

PERO si llegamos al ecuador de la vida sin haber aprendido nada del espíritu, si seguimos atrapados en la dictadura de lo externo, ¿qué clase de vida estamos defendiendo? Cambiar la cara sin cambiar la mirada es como retocar una pintura sin entender lo que dice, como hicieron con muchas obras de arte entre los siglos XVI y XIX - a veces los mecenas pedían cambios, y el propio artista pintaba encima para transformar la obra según los nuevos gustos- , adaptar un cuento para tapar con esa cirugía literaria algo que ha servido para llegar aquí, a juzgarlo y condenarlo. De paso no creo en la pena de muerte en absoluto: no creo en borrar ninguna huella del mal para seguir viviendo en el escenario de la utopía.


Hay obras y algunas personas que ganan belleza con los años. Se vuelven más libres. Otras, en cambio, revelan su estructura, su violencia, su corazón. Pero eso no las convierte en enemigas: las convierte en maestras. Nos enseñan de dónde venimos. Nos enseñan lo que ya no queremos ser.


No se trata de cancelarlas, ni de negarlas. Se trata de mirarlas sin romanticismo. Con la misma ternura con la que uno DEBERÍA observar sus propias cicatrices. Aceptarlas como parte del camino precisamente PARA NO perpetuarlas. Porque ¿resulta que ahora solo queremos vivir en el mundo de Yupi y no convivir con las cicatrices de la historia de la que venimos? ¿Cuál es la relación de esto con el concepto de RESPETO? (Esto lo desarrollaré en otro post)


Tengo la sensación de que lo que realmente nos asusta no es envejecer, sino desenmascararnos. Vernos sin adornos. Sin filtros. Sin excusas.


Y sin embargo, ahí es donde está la libertad.


Yo prefiero una arruga que cuenta una historia a una piel que la tapa. Prefiero una obra que me confronta a una que me acuna. Prefiero lo que resiste el paso del tiempo incluso con sus grietas, a lo que quiere seguir mintiendo.


No hay arte neutral. No hay cuerpo neutral. Todo evoluciona: ¿hacia dónde?.


Las obras que han “envejecido mal” no son víctimas del tiempo. Envejecieron como eran. Y algunas hoy, por fin, somos capaces de mirarlas sin disfraz. Si eso no es un triunfo del espíritu, ¿entonces qué lo es?.


Ar Domínguez

 
 
 

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