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El sabor de las expectativas

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 9 ago
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 11 ago

En ese pueblo donde las cucharas se doblan solas si uno les pone demasiada fe y los fuegos se apagan cuando uno cocina pensando en quien no vuelve, aprendí lo más valioso que sé ahora sobre el amor, las personas y la cocina. Me lo enseñó una vieja cocinera que no lloraba al cortar cebolla y parecía saber más de la vida que de especias, de las que entendía como un brujo de conjuros.


Llegué casi sin corazón y una libreta llena de listas, porque me chiflan las listas. Expectativas nacidas de esa manía de controlar y organizar la vida: cómo debía ser, cómo debía comportarme, qué errores no podía volver a cometer. Tenía teorías, planificaciones, hasta recetas emocionales. Estaba absolutamente perdido.


La doña no me preguntó por qué estaba ahí. Me puso a pelar ajos. Durante tres días no me dejó tocar un sartén. “El que no sabe pelar ajo sin cortarse, no está listo para el fuego”, susurró más como un pensamiento que como una explicación. Y yo me frustré, porque tengo un talento innato para eso, pero me hacía bien ese lugar donde el tiempo olía a comino y todo tenía un ritmo tan ajeno.


El cuarto día me espetó: “Tú cocinas esperando aplausos. Pero la comida, como el arte o el amor, no se hace para gustar. Se hace para compartir. Y si sobra, mejor.” Algo debía sospechar ya de mi obsesión por no dejar nada en el plato, tal y como mi abuela me enseñó a comer.


Y ahí me quebré un poco más.


Empecé a imaginar la vida como ella la explicaba. Las expectativas —decía mientras picaba cebolla sin pestañear— son como el caldo: si lo dejas hervir demasiado, se evapora la realidad. Yo quería que la gente me quisiera como yo creía que debía ser querido, como me enseñaron las teleseries americanas de mi primera adolescencia. Quería que el amor supiera como el helado de crema. Que las personas fueran recetas pasteleras, sin margen de error. Que el arte no manchara, como a los actores de la tele que cuando pintan todo les salpica estéticamente.


Pero (creo) la entendí pelando papas: la gente es como ellas son, también como lo que aprendieron. Hay que decidir si uno los quiere así o busca otro ingrediente. Nadie se cuece igual. Nadie sabe como hacerlo.


Con el tiempo he ido dejando de hacer listas, y mis libretas tienen más garabatos como lo que estás leyendo: apuntes de todo tipo, historietas y reflexiones, e incluso bocetos de dibujos que todavía no he terminado. Estoy aprendiendo a “cocinar” sin medir tanto, a probar. Y empiezo a tener hambre de verdad (en otro momento te explico a qué viene esto exactamente).


Las expectativas hay que pelarlas capa por capa, sabiendo que alguna te va a hacer llorar. Pero igual vale la pena la fritanga. Desde entonces, cada vez que me descubro esperando demasiado de algo, de alguien —o de mí mismo—, algo se me quema. Y mi obsesión por las listas o por acabarme el plato entero ahora va enloquecida buscando velas aromáticas, ambientadores y perfumes, porque mi casa huele constantemente a cenizas.


Ar Domínguez

 
 
 

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