La frontera movediza
- Ar Domínguez

- 23 ago
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Todos saben que me gustaría vivir en un pueblo, algún día. En ese pueblo con el que fantaseo, las palabras a veces se sientan a conversar en la plaza, como si fueran personas que han quedado a tomar un café que nunca se enfría. Una tarde vi llegar a Fidelidad y Lealtad, nadie imaginaba que compartían linaje.
Fidelidad llevaba un vestido de hierro bruñido, inflexible, a lo Paco Rabanne, con bordados que parecían candados. Lealtad iba descalza, con una falda de lino y el cabello sujeto en un nudo, como quien sabe que en cualquier momento habrá que salir corriendo para ayudar a alguien.
Se sentaron en el banco de piedra, mirándose sin sonreír.
—Tú eres inquebrantable —dijo Lealtad—, pero a veces te olvidas de a quién sirves.
—Y tú —respondió Fidelidad—, eres noble… hasta que decides que tu conciencia es más importante que tu palabra.
No supe de qué lado estar.
Aristóteles, que hubiera disfrutado escuchándolas, decía que la virtud está en el término medio, pero aquí no había tal equilibrio. La fidelidad —decía él sin decirlo— pertenece al reino del ethos, a la repetición de actos que consolidan una promesa, incluso cuando el tiempo la desgasta. Mi amiga Nira la llama contrato. La lealtad, en cambio, parece vivir en el logos interior, esa deliberación íntima que nos dice si un vínculo sigue siendo digno.
En La Odisea, Penélope espera veinte años a Ulises, como en la canción de Serrat. ¿Fidelidad o lealtad? Fiel a la promesa matrimonial, sí, pero sobre todo leal a un recuerdo de amor que quizá ya no existía. Y en Antígona, Sófocles nos muestra la otra cara: ella rompe la ley para honrar a su hermano, leal a un vínculo sagrado aunque eso suponga desobedecer al Estado.
La historia está llena de estos duelos. El soldado que desobedece una orden injusta y salva vidas, ¿es un traidor o un héroe? El amigo que rompe un pacto de silencio para evitar un daño mayor, ¿rompe la fidelidad o ejerce la más pura lealtad? Kant hubiera dicho que la promesa debe cumplirse siempre, porque la moral se rompe cuando las excepciones entran. Pero Simone Weil habría contestado que hay deberes que se contraen directamente con la humanidad, y que estos pesan más que cualquier contrato.
En el pueblo, la discusión entre Fidelidad y Lealtad atrajo a los curiosos. El herrero recordó que su abuelo le había enseñado que la fidelidad se forja como el acero: con fuego y repetición. En cambio, la lealtad —dijo la maestra— se cultiva como un huerto: requiere cuidado, escucha y la capacidad de adaptarse a las estaciones.
Yo, que siempre he vivido más en el terreno movedizo que en el firme, empecé a sospechar que ambas eran necesarias y, a la vez, peligrosas. Porque la fidelidad sin lealtad puede convertirse en obediencia ciega; y la lealtad sin fidelidad, en oportunismo disfrazado de virtud.
Mal.
Cuando el sol se escondía, me acerqué a despedirme.
—¿Y si fueran la misma cosa? —me atreví a preguntar.
Fidelidad me miró como quien contempla un muro que no quiere derribar.
—No lo somos. Yo soy la constancia del vínculo.
Lealtad sonrió, pero en su sonrisa había un filo:
—Y yo, la justicia dentro del vínculo.
Las dejé allí, discutiendo, como si fueran personajes de un cuento que no quiere terminar.
Al volver a casa, esa que en mis fantasías es humilde de lo ambiciosa que es la idea, no supe si lo que me hizo regresar fue fidelidad al camino, de la que siempre he sido mejor amigo, o lealtad a mí mismo, que cada vez me resulta un personaje más inabarcable.
Quizá ninguna. Quizá ambas. Porque, como toda frontera, esta también se dibuja y se borra según quién la mire. En cualquier caso: ¿cual es más noble en esencia? ¿El contrato o la ética?.
Y en esa incertidumbre —lo sospecho— vive lo más humano que tenemos.
Ar Dominguez

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