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Vivir en la cabeza

  • Foto del escritor: Ar Domínguez
    Ar Domínguez
  • 19 sept
  • 2 Min. de lectura

Creo haber descubierto la pólvora. No porque se me haya ocurrido a mí de manera original o espontánea, sino porque por fin lo he entendido. Y lo paradójico es que lo he entendido como consecuencia —ahora esto me parece de cajón— de haberlo sufrido mucho primero.


Me refiero a sobrepensar. Por fin he descubierto de dónde viene esa costumbre tras haberlo sobrepensado mucho, muchísimo.


El hallazgo es simple: cuando de pequeño “el mundo” no fue un lugar seguro, la mente inventó uno. Si la vida afuera era ruido, incertidumbre, distancia o miedo, no había más remedio que encontrar otro sitio donde protegerse. Y ese lugar estaba dentro.


Allí, en la cabeza, se construyó una especie de refugio secreto. Primero un rincón improvisado, pero con el tiempo se construyó un laberinto entero: pasillos de pensamientos, puertas cerradas, ventanas diminutas. Sobrepensar era supervivencia. Era la manera de crear, en lo invisible, el cobijo que lo visible negaba.


El niño aprendió pronto que el mundo podía ser inestable, pero que dentro de su cabeza había orden, había control. Allí podía ensayar lo que diría, imaginar lo que ocurriría, repetirse que estaba a salvo en su madriguera, su fortaleza y escondite. Fue casa.


Por eso, ya de adulto, uno no puede simplemente salir de ahí. No se abandona tan fácil el hogar que se ha tenido. Vuelves siempre al mismo lugar porque allí se aprendió a respirar. Y lo que para otros parece una manía —darle vueltas a todo—, para quien lo vivió es un retorno instintivo al refugio primero.


La clave está en entender esto: no se trata de un rasgo de carácter sino de una huella. Sobrepensar es la cicatriz, no la herida. Es la prueba de que, en algún momento, la cabeza fue la única casa habitable.


Y comprenderlo, de golpe, cambia todo. Porque ya no hay que pelear con los pensamientos ni culparse por ellos, sino de reconocerlos. De ver que esa costumbre que hoy parece un peso fue, en su origen, la tabla de salvación.


Tal vez el reto ahora sea agradecerle a la mente haber sido refugio, pero también atrevernos a abrir ventanas. Explorar otros lugares donde también puede haber seguridad: un espacio propio que no esté hecho solo de ideas, sino de experiencias.


Vivir en la cabeza fue necesario. Gracias. A veces, la herida se disfraza de casa, y en ella aprendemos a vivir sin saber que aún seguimos dentro.


Pero ahora toca salir al aire libre, y pasear el mundo.


Ar Domínguez

 
 
 

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